12 de julio de 2018

RESPIRAR

Antes de comenzar, quiero dejar claro que esto NO es una queja, ni un lamento.
Es quizá la necesidad de alzar la voz, porque soltando hacia fuera lo que una siente, padece, el mal se diluye y el cuerpo, la mente, se recuperan.
Siempre he sido muy comunicativa y he contado mis alegrías y mis penas a personas de mi entorno, y eso me ha hecho fuerte y no caer en los momentos más difíciles.
Y al mismo tiempo pienso, que la persona que lea esto, y esté pasando por lo mismo, quizá entienda qué ocurre, o quizá sienta que no está sola.
No pierdo la paciencia, no pierdo el ánimo, pero es cierto que sigo sin entender del todo esta enfermedad del Alzhéimer.
Si me preguntas cómo está mi madre, ¿qué te digo de hace un año a éste?. ¿Mejor? 
Si lees hace un año, me desesperaba su locuacidad, sus arranques de cólera con todos y por todo, incluso por hechos reales que solo existían en su mente, o que su mente transformaba de una manera ilógica para los demás mortales, no para ella. Le habían robado en la joyería, y estaba dispuesta a denunciar, y una tarde se vestía con una fuerza y una rabia fuera de lo normal, para ir a cantarle las cuarenta a la joyera amiga de muchos años; o le debían un dinero que nunca fue tal, a personas a quienes siempre había apreciado; o venían del más allá para hacerle daño, es más, los veía y se le notaba el pánico en su rostro.
Era tremendo porque no sabía cómo reaccionar en cada momento. Solo me quedaba mi intuición y las estrategias que daban o no resultado, aunque siempre he tenido esa capacidad de reaccionar de una forma en que la tranquilizaba, y entonces respiraba profundo y me decía: ¡hasta otra!
Ahora no. Ahora no habla casi. Calla aunque le preguntes, está más enfadada, seria.
No sufre recordando a las dos personas que más ha querido en este mundo: a su padre, su "papa" y a su hija mayor, ambos fallecidos jóvenes, pero en trágicas circunstancias, algo que la ha marcado para siempre.
Ahora, si habla de ellos, tiene la misma expresión que si le pregunto qué quiere cenar. Su rostro no expresa tan fácilmente las emociones, ni de dolor ni de alegría.
No sé si lo que hago le desespera o le alegra. No sirve de nada lo que haga o diga.
Y durante todo este tiempo traté de ser fuerte, de estar animada para sobrellevarlo todo mejor y porque, ¿quién aguanta que todos los días le hables de lo que hace y dice, o de cómo de perdida y frustrada te sientes?
Entonces callo y espero, y siento el miedo y me pregunto cuándo será el día en que me mire y no sepa quién soy.
Hace un año se despedía por las noches, y a lo mejor, tras un episodio de rabia y coraje, de esos que te sobrecogen de pronto sin saber cómo reaccionar, se volvía y me abrazaba sonriendo, o con una lágrima en sus ojos, pidiendo disculpas.
Yo la abrazaba fuerte y ella se iba a la cama sonriendo y llena de amor. 
Ahora me desea buenas noches, a veces se lo tengo que recordar, pero no siento que aprecie mi abrazo sincero o que sabe que la quiero.
En ocasiones la miro y en sus ojos veo lo perdida que está, pero no puedo entrar en ese mundo.
La veo cómo llega a una puerta y se queda un rato quieta, sin hacer nada. Quiero indicarle el camino, pero no encuentro cómo, porque además, si lo hago, ella reacciona quejándose.
Así es que bajo la mirada, pero sin perderla de vista, por si me necesita o me busca.
Y durante todo este tiempo, mucho tiempo ya, cuando echo la vista atrás, me doy cuenta que se han quedado personas por el camino, porque sus vidas continúan evolucionando, y no eres quién para romper esa evolución.
Procuro que no se me note lo mal que estoy, y dejo de llamar, evito encuentros, porque además, estos momentos duros, no vienen solos. Como dice una amiga mía,  esto no es lo malo, lo peor son los "daños colaterales".
Pido demasiado, y a veces no quiero que me pregunten cómo está mi madre, o no lo necesito. Pero sí que alguien me pregunte: ¿Y tú, cómo estás?
Mi vida, la mía, es como si hubiera sufrido un parón.
No veo futuro, no tengo metas ni ilusiones, no me las puedo permitir. Me dejo llevar. 
Pero cuando peor estoy, me paro y pienso: ¿qué habría hecho ella si la enfermedad me hubiera atacado a mí?
Sin duda la respuesta habría sido que no me habría dejado, como no lo hizo cuando estuve a punto de morir, recién nacida. Cuando a pesar de los impedimentos de sus propios familiares más allegados, luchó por conseguir el mejor médico y la mejor medicina, para sacar adelante a esa niña que no paraba de llorar día y noche, y a quien atendía en sus brazos, día y noche, sin desfallecer. Incluso cuando le dijeron que, ante una de las inyecciones que me suministraban, podía no resistirlo, y ella no quiso dejar de sostenerme, porque sabía, que en sus brazos, no moriría.
Eso es lo que me mueve a seguir, y la cuerda que aún me sostiene firme, es saber que hago lo correcto, y que en lo más profundo de ella, quizá, y aunque no lo exprese, sepa que estamos ahí, sus hijas, por quienes daría  su propia vida.
Mañana, cuando amanezca un nuevo día, leeré esto y seguramente me arrepentiré; pero ahora, en la soledad de la noche, los sentimientos van y vienen,  se aturrullan y se pisan unos a otros, y salen a borbotones sin ton ni son. Y lo que, mientras recogía la cocina se iba hilando en mi cabeza, deseando salir, ahora es otra cosa. Y cien veces que lo escriba, cien veces que lo expresaré de manera distinta, porque hay mucho que soltar.
Hace un año me iba a dormir con un pellizco en el pecho por una situación estresante; ahora me voy a la cama con la sensación de que no puedo respirar, que me falta el aire.
Sin embargo, sé que mañana, cuando amanezca, me recompondré, y encararé el día como venga.
Y me alegraré , como la otra tarde, si mientras le leo las poesías que escribió un día, casi sin cambio en su rostro, se enjuga una lágrima y me dice:
- Me vas a hacer llorar...
Y una, entonces, como si me hubiera tocado la lotería, me alegraré de esta muestra de que aún es capaz de expresar y de sentir  y entonces, respiraré.


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