12 de marzo de 2011

UNA LLAMADA INESPERADA

UNA LLAMADA INESPERADA

Mónica estudíó Administración de Empresas, y para pagar su carrera, trabajó de presentadora de cosméticos.
Era muy fácil vivir a su lado, porque ella lo hacía todo muy fácil; no se enfadaba por tonterías, no discutían, sino que dialogaba; no pretendía que él cambiara, sino que lo respetaba. Y siempre tenía una conversación fluida y amena.

Le salió la oportunidad de su vida, cuando le ofrecieron llevar una franquicia de una marca de cosméticos muy exitosa en Londres, con un grupo de gente a su cargo, y posibilidad de ascender a puestos de mayor categoría.

Él no quería que se marchara. Su carrera política estaba en un punto muy difícil. Se acercaban las elecciones. No pensaba en otra cosa. Ni siquiera se sentó a hablar del tema, con una copa de vino entre las manos, como hacían habitualmente cuando tenían que tomar decisiones.

Mantuvieron contacto telefónico durante dos años, y una o dos visitas en fechas señaladas. Él, siempre aferrado a sus conferencias, pendiente de una entrevista en un medio de comunicación, esperando continuamente las estadísticas de intención de voto, etc....

           -Mañana saco el billete, cariño
           -Cariño, hasta el mes que viene no puedo salir de aqui....

Así era una y otra vez. La voz de Mónica, tras el auricular, sonaba cada vez más apagada. Ya no le contaba con tanto entusiasmo las ventas que había hecho ese mes, ni le hacía partícipe de su proyecto de ampliación, ni del personal que había tenido que contratar para poder abarcar el mercado de clientes.

Eduardo comenzó a echarla de menos cuando se dio cuenta que sólo recibía malas caras a su alrededor, que nadie se paraba a decirle que tenía una corbata que le sentaba muy bien, o a preguntarle qué tal había dormido, y si recordaba el color de sus sueños.

El olor a café recién hecho, mezclado con el olor de la hierbabuena en el té de "dulce invierno" que a ella le gustaba, lo acompañaba en su memoria, porque ahora estaba ausente.

Se vestía rápido y salía pronto a la calle, para escaparse de ese frío que sentía cada vez que miraba la cocina vacía, sin la música de la radio, ni los tulipanes en el jarrón azul de la mesita de la entrada, ni la goma del pelo sobre la encimera del baño, y tantas y tantas otras cosas que le recordaban a ella.

Tenía que recuperarla. Tenía que hacerle olvidar que en el momento más importante de su vida, cuando se le abría un futuro prometedor, lleno de inseguridades por la responsabilidad del cargo y de ilusiones por la nueva situación, la había dejado sola. Ella que lo acompañó en cada visita a los pueblos, en cada mitin hasta las doce de la noche, en cada momento de desasosiego por un mal resultado.

El avión tenía que haber salido ya.

Eduardo estaba en la Terminal 1 del aeropuerto de Barcelona. Había llegado hacía más de media hora, y ya se estaba impacientando.

Una azafata de información, de piel blanca, ojos grandes y expresivos y cabello ligeramente despeinado, como si una ráfaga de viento la hubiera sorprendido, lo saludó amablemente cuando se acercó a preguntar. Le habló en un perfecto inglés cuando Eduardo se dirigió a ella en ese idioma, utilizado adrede para practicar la pronunciación, y así estar más preparado para su destino.

Se dirigió, llevando dos pesadas maletas, un maletín y un ramo de tulipanes, a recoger su tarjeta de embarque. No tuvo ninguna duda, cuando vio la cola de personas que estaba esperando para facturar, que le quedaría aún mucho tiempo para salir.

La cola se hacía cada vez más grande. Había bullicio, niños que correteaban de un lado a otro. Las madres, nerviosas, sin querer dejar su sitio en la cola, no sabían qué hacer con ellos, avergonzadas por el espectáculo, y a la vez, buscando una sonrisa cómplice que les recordara que era cosa de niños.

Los empleados de la compañía aérea correspondiente, estaban saturados por la cantidad de personas que tenían que atender, y del poco tiempo del que disponían. De todas formas, no se notaba tal agobio. Paciencia, voz amable y sonrisa permanente eran sus armas para atender a tantas personas que ya estaban perdiendo los nervios.

Eduardo impecablemente vestido, con traje de chaqueta azul oscuro, cabello incipientemente canoso, echado hacia atrás, mira nervioso su reloj. Se muerde los labios, mientras vuelve la cabeza hacia un lado y hacia otro, esperando que alguien le conteste a su llamada de socorro, como si pudiera adelantar el tiempo, el tiempo perdido.

Tenía el billete sacado desde hacía un mes... Le costó trabajo decidirse. Si lo compraba, tenía que marchar, no habría vuelta a trás. Si no lo compraba, se arrepentiría. ¡Estaba seguro! Y no podía aguantar más esta situación.

Le da tiempo a pensar en su pasado. Visualiza sus años de juventud. Quería vivir la vida, sin preocupaciones. Quería llegar a ser un político de renombre. Alcanzar su sueño de poder, pero sin mucho esfuerzo. Nunca había sido buen estudiante. No quería tener responsabilidades, ni perro que le ladrara.

Pero en su vida se cruzó Mónica, una muchacha menuda, de andares simpáticos. Parecía un pajarito cada vez que iba a su encuentro, dando saltos, como un gorrión, sin apenas hacer ruido. Si la piropeaba, la nariz respingona se le ponía colorada, y arrancaba una sonrisa a Eduardo.

La llamó y le prometió que iría a verla. Le prometió que estaría allí para la inauguración de su nuevo local, y la presentación de una nueva campaña publicitaria, que ella misma había diseñado.

Decidido, esta vez sí, y habiendo encontrado trabajo en Londres, sabía que hacía lo correcto. Ahora sí.

De pronto Eduardo despierta de su sueño cuando oye que la sintonía de su móvil está sonando cada vez más fuerte, desde hace unos minutos, insistente, después de dos intentonas.

Reacciona con sobresalto. No se lo esperaba. Le toca el turno de entregar su documentación para facturar el equipaje, y de hecho, mientras atiende la llamada, le ponen la etiqueta de identificación en las maletas.

Todos están pendientes de él, porque está atrasando la tarea, y están impacientes por llegar ya al mostrador que les acerca más a su destino.

Se oye un grito desgarrador. A Eduardo se le cae el maletín que llevaba en la mano, su cara se vuelve pálida de pronto, un sudor frío recorre todo su cuerpo y cae, desmayado, sobre el suelo frío del aeropuerto.

Los pasajeros que le rodean comienzan a desabrocharle la camisa clara de rayas, le arrancan la corbata que había elegido esa misma mañana, la de color rosa mosqueta, la que le regaló Mónica el día de su primer mitin, y que no había estrenado porque le parecía demasiado buena, y guardaba para una mejor ocasión. La dejan caer junto al maletín, abierto de par en par, con fotografías y cartas desparramadas por el suelo, mientras llaman a los vigilantes para que avisen a un médico.

El ramo de tulipanes que llevaba en la otra mano, también cayó, sin orden, sobre el maletín, sobre el asiento frío de la sala de espera, sobre el cenicero que había en la esquina.

El sonido de la ambulancia se acerca cada vez más. Los pasajeros comienzan a volver a sus respectivos lugares; el personal del aeropuerto acude a sus puestos de trabajo, y un médico de Aena está junto a Eduardo. solos. Eduardo y él, y de sintonía en este momento, el pi-pi-pi del móvil.

                                                                    FIN

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